De catalunya a la camargue: bordeando el mediterráneo

La entrada a Catalunya (así se escribe en catalán, Cataluña en castellano) marcó un cambio en nuestro viaje. Salimos de las tierras altas, áridas y frías de Castilla y Aragón para empezar a recorrer zonas más pobladas, con muchas ciudades y pueblos, bordeando la costa del Mediterráneo, y a gozar de un clima más benigno, que por momentos llegó a temperaturas relativamente altas para el invierno europeo. Los pequeños poblados a los que estábamos acostumbrados fueron reemplazados por ciudades, entre ellas Tarragona, Barcelona y Girona, dejando atrás el ambiente rural y entrando a un mundo cosmopolita, de inmigración y dinámica urbana.

El cambio se empezó a notar desde el idioma. Si bien todo el mundo habla castellano, los carteles, indicaciones y la mayoría de los anuncios están en catalán. En algunas partes, como la mayoría de los museos, los textos en castellano aparecen junto con los otros idiomas extranjeros, como el inglés y el francés, a pesar de ser la lengua oficial del Estado español. La gente habla catalán en la mayoría de sus conversaciones cotidianas, y la bandera de Catalunya cuelga en balcones, ventanas y edificios oficiales. A pesar de lo que algunos cuentan, nadie se negó a hablarnos en castellano ni fuimos atendidos mal por no hablar catalán. Sí nos quedó claro que Catalunya reivindica fuertemente su identidad nacional frente al centralismo español, uno de los legados asfixiantes del franquismo, y es, de todos los lugares que visitamos, aquí donde más presente –aunque desde una óptica, por lo general, nacionalista catalana– se encuentra la memoria de la tragedia de la guerra civil.

ENTRANDO A CATALUNYA
El largo descenso desde la meseta castellana, después de atravesar algunas cimas menores, nos llevó hasta el gran río Ebro (Ebre), al que llegamos en la ciudad de Mora d'Ebre. Empezamos a ver carteles en catalán y pensamos que nos iban a hablar todos en esa lengua, temor que no sería confirmado por la realidad. Al contrario, la gente se mostró muy sociable, sin la hosquedad que a veces percibíamos en las tierras que veníamos atravesando. Lo que cambió notablemente fue el clima: saliendo de Mora d'Ebre, una densa neblina y una garúa molesta nos acompañaron en una nueva subida para cruzar los últimos montes que se interponían entre nosotros y el Mediterráneo. La cima (el puerto) no era muy alta, apenas 507 metros, pero con una pendiente pronunciada y sin que fuera posible ver mucho más allá de algunos metros. Del otro lado, para nuestra sorpresa, la niebla desapareció y la reemplazó el sol, elevando la temperatura algunos bienvenidos grados y dejando ver un paisaje de montañas rocosas y con abundante vegetación.

Al poco tiempo, ya habíamos hecho todo el descenso y nos encontramos pedaleando al costado del mar, rumbo a Tarragona, la primera ciudad de cierta importancia que nos íbamos a encontrar desde Madrid. Allí nos esperaba nuestro amigo Alejandro Pizzi, que después de hacer un posgrado en la universidad regional se quedó como profesor.

Pero para entrar en la ciudad nos encontramos con el problema habitual de tener que esquivar las autopistas. Las rutas secundarias existen pero parecen haber quedado sepultadas por el olvido de los habitantes urbanos, sólo conocidas por algunos expertos y otros iniciados, como los empleados de estaciones de servicio, nuestros informantes clave. Así, después de algunas vueltas, logramos entrar a Tarragona, la antigua Tarraco, capital romana de la zona, actualmente un puerto industrial de cierta importancia. Alejandro nos esperaba en la puerta de la Universidad para guiarnos hacia su departamento, en el centro histórico, donde también nos recibió su novia Laia. Su casa fue amable y grato lugar de descanso para dos viajeros que habían pedaleado todos los días desde su salida de Madrid. Además, Tarragona, con su muralla romana, las ruinas del antiguo circo y el barrio medieval es una ciudad que vale la pena conocer.

Luego de pasar un día recorriéndola, teníamos que encarar una de las etapas que pintaba como más larga y problemática, pues no era fácil encontrar una ruta que nos llevara a la capital catalana, Barcelona, sin pasar por alguna de las dos o tres autopistas que llevan hacia ella. Encontramos una opción y salimos lo más temprano posible de Tarragona, con un frío considerable, que fue atemperándose a medida que pasaban las horas. A unos 30 km de Tarragona nos desviamos hacia la costa, y nos encontramos sorpresivamente en una rambla, con gente paseando (era fin de semana), bares con mesas en la vereda y todas las características típicas de un lugar veraneo. Decidimos recorrerla un rato en bici, ya que el invierno la hacía transitable, y resultaba más agradable ir pegados al mar.

Al rato nos alcanzó un ciclista, Pepe “Slow”, que al comprobar que éramos viajeros nos fue guiando por los recovecos de la costa catalana durante varias decenas de kilómetros. Gracias a su ayuda pudimos incluso acortar camino y hacer mucho más largo el recorrido costero. Pepe estaba familiarizado con todos los atajos y vueltas de la zona, siendo él mismo un cicloviajero. Incluso descubríamos luego, cuando charlamos un poco más, que nos conocía, a través del portal de cicloturismo www.rodadas.net. Pepe hizo un alto para mostrarnos Sitges, una hermosa ciudad sobre la costa que, tal vez, de otra forma no hubiésemos conocido.

Pero la urgencia de hacer los algo más de 100 km hasta Barcelona nos apuraron a continuar. Los días son cortos en esta época del año y eso hizo que muchas veces no pudiésemos recorrer con detenimiento lugares que lo merecían, para evitar que la noche nos tomase en la ruta. Así que, después de separarnos de Pepe a la salida de Sitges, continuamos camino, alejándonos un poco de la costa y regresando a ella después, sobre una carretera de preciosas vistas, con acantilados que nos hicieron trepar algunos kilómetros. Cuando ya anochecía, entramos a Barcelona, cruzando más de media ciudad, hasta llegar a la célebre iglesia del arquitecto modernista catalán Gaudí, la Sagrada Familia, donde nos esperaba otro amigo, Marcelo Muñiz, acompañado de su enorme perro, Urco.

Fotos de la entrada en Catalunya: click aquí.

ENTRE BARCELONA Y GIRONA
Además de Marcelo, estaba muy cerca de la capital catalana el hermano de Karina, Hernán, que trabaja en el restaurant Can Roca, en Girona. Como era fin de semana, los días que él tiene franco, hicimos un ida y vuelta entre las dos ciudades para poder pasar ese tiempo con él y su compañera, Sonia. Después de dar unas vueltas por la llamada “ruta modernista” de Barcelona, observando las fachadas de distintas obras arquitectónicas, entre las que se cuentan algunas de Gaudí, como La Pedrera y la Casa Batlló, que visitamos, Hernán y Sonia nos pasaron a buscar, para pasear un poco más por Barcelona y visitar el Parc Güell, otra obra de Gaudí, e ir en auto hasta su casa, en Girona, llevando con nosotros parte del equipaje. Las bicis y el grueso de la carga quedarían en la casa de Marcelo, para poder volver por ellas cuando Hernán y Sonia comenzaran a trabajar. El día siguiente lo pasamos recorriendo, bajo un poco de llovizna, el centro histórico de Girona, y luego algunas partes muy lindas de la costa, como Roses, Cadaqués (pueblo donde tenían casas Dalí y Picasso) y el parque natural de Cap de Creus.

Terminamos ese día intenso despidiéndonos de los dos por un día y volviendo a Barcelona en tren. La jornada no terminó allí, pues continuamos de recorridas por la noche de Barcelona (no tan “movida”, como producto del frío) con Marcelo, que tiene bares en el barrio bohemio y portuario de la Barceloneta, y Urco.

Dedicamos el día siguiente a recorrer algo más la ciudad, y a comprar algunos repuestos y equipos para las bicicletas. Y recibimos la ayuda inestimable de Marcelo Piñeyro, bicicletero argentino que contactó para nosotros Francis Vera, que nos reparó rapidísimo y a domicilio el fusible de la bicicleta de Karina que, habiéndose torcido en el viaje en avión, le impedía utilizar bien los cambios. Pasamos por el barrio viejo, el mercado de la Boquería, el antiguo e intrincado ghetto judío (del que hace más de 600 años habían sido expulsados los miembros de esa religión). Finalizamos el día de tapas, con Marcelo y Urco.

Salimos a la mañana siguiente para recorrer, ahora en bici, los 110 km entre Barcelona y Girona. Nuevamente fue un poco complicado salir de una gran ciudad sin tomar autopistas, pero después de algunas vueltas alcanzamos la ruta costera, la “nacional” (como le dicen), y empezamos a avanzar bordeando el Mediterráneo a buena velocidad. En una bajada, y sin el contrapeso de las alforjas, al intentar volver a subir a la ruta desde una falsa banquina, Karina mordió el grueso cordón y, luego de clavar frenos para intentar detener una caída inevitable, terminó con un fuerte golpe sobre el asfalto, llevándose de souvenir un dolor costal que le acompañaría el resto del viaje. Alertados, al parecer, por el conductor de un camión, a los pocos minutos apareció un grupo de moços d'esquadra (la policía catalana), para ver si había pasado algo más grave que lo que fue. Seguimos camino y luego de hacer un tramo de noche, logramos llegar a Girona, donde de nuevo nos esperaban Hernán y Sonia. Pasamos la noche en su casa y empleamos la mañana en visitar el Museo del Cine, que destaca por la excelente exposición de una parte de su amplio fondo de aparatos del llamado “pre-cine”, maravilloso conjunto de artilugios y maquinitas para el asombro y la fantasía, que tienen en las linternas mágicas, los taumacopios y los zoótropos algunas de sus especies más conocidas.

Fotos de Barcelona: click aquí.
Fotos de la Casa Batlló: click aquí.
Fotos de Girona y cercanías: click aquí.

ÚLTIMOS KILÓMETROS EN CATALUNYA
Girona está a no más de 65 km de la frontera francesa, pero por la hora en que salimos (a eso de las 2 y media de la tarde) no pudimos hacer más que llegar a Figueres, la ciudad natal de Salvador Dalí. Allí, como era de esperar, había un gran museo dedicado a su figura, que visitamos a la mañana siguiente. Después, partimos hacia la frontera. El día estaba soleado pero había un viento notablemente fuerte y contrario, que ya habíamos empezado a sentir el día anterior. Este viento venía desde los Pirineos y agregó dificultad a un paso montañoso que no representaba un gran obstáculo, pues apenas superaba los 270 msnm. El otro problema eran los camiones de gran tamaño. Muchos de ellos, quizá para no pagar peaje, tomaban la ruta que usábamos nosotros en lugar de la gran autopista que corría paralela.

Al llegar a La Jonquera, última ciudad catalana y de España, nos encontramos con el Museo del Exilio, dedicado a la memoria de los cientos de miles de refugiados republicanos de la Guerra Civil que huyeron hacia Francia por el mismo paso que nos disponíamos a cruzar. Nos quedamos un tiempo largo visitando la excelente muestra, por lo que nos quedamos una noche más en España, a escasos 4 kilómetros de la frontera.

Fotos del tramo Girona – frontera con Francia: click aquí.

EN FRANCIA
Acostumbrados al ritual de los pasos de frontera del resto del mundo, con sus controles, sellados de pasaporte y aduanas, nos sorprendió darnos cuenta que la frontera entre España y Francia por la que pasábamos, como en otras que integran la llamada zona Schengen (por el nombre del acuerdo de supresión de controles fronterizos internos de la Unión Europea), se cruza sin ceremonia alguna. El complejo fronterizo estaba, las barreras también, pero ya no cumplían las antiguas funciones de control, por lo menos de las personas. Por eso, ese control se hace riguroso (y discriminatorio) en aquellas que utiliza para entrar a la UE la inmigración de los países extracomunitarios, como el propio aeropuerto de Barajas. Pero eso había quedado 20 días atrás. Pasábamos, ahora, desde España a Francia por el paso de Perthus.

El cruce de los Pirineos en bici por este paso no resultaría exigente. Las montañas nevadas se veían a lo lejos, en zonas más altas de la cordillera, y el ascenso, que había comenzado unos kilómetros antes de La Jonquera, no nos había demandado más que 4 km desde esa ciudad. Del otro lado, un pueblo llamado Bolou, lleno de negocios y salas de juego y espectáculos (tal cual otras fronteras con fama de salvajes en regiones menos prestigiosas del mundo), fue el primer lugar francés que conocimos.

Poco después, empezó la bajada, y luego, un camino llano barrido por un fuerte viento. Ese viento fue el mayor obstáculo que tuvimos ese día y los dos o tres subsiguientes, haciendo bastante trabajoso el avance, especialmente cuando daba de costado, poniendo en peligro el equilibrio. Anduvimos así unos 30 km hasta llegar a la primera ciudad importante en Francia, Perpignan. Aquí volvió a aparecer el problema de cómo esquivar las autopistas. Desde el centro de la ciudad empezamos a dar vueltas tratando de salir sin subir a la autoroute. Andrés no tuvo dificultades en comunicarse en un francés aceptable con la gente, que desmintiendo la fama de los franceses contestaba con amabilidad y hasta amplitud de detalles, en su idioma por supuesto. Pero nadie parecía saber cómo salir de la ciudad sin usar las autopistas, que tenían carteles que advertían la prohibición de andar en bicicleta por ellas. Ya en los límites de la ciudad, desde el fondo de una fosa en la que estaba trabajando, un obrero dio la primera indicación que evidenciaría estar basada en efectivo conocimiento del asunto. Después de cruzar la autopista para un lado y otro un par de veces, logramos tomar una ruta normal, que no era otra que una de las dos autopistas que había dejado de serlo. Todo este desvío –unos 20 km– nos retrasó bastante, por lo que al anochecer llegamos a las puertas de un pueblo llamado Fitou, donde encontramos un hotelito sobre la ruta.

La zona por la que entramos a Francia es la Cataluña francesa, territorio en disputa durante siglos entre los catalanes, primero, el Reino de España, después, y los franceses, hasta el establecimiento definitivo de los límites, en la época napoleónica. Fue, también, el país de los cátaros, los herejes que desafiaron el poder de los papas en la Edad Media y fueron exterminados en una cruzada (no fueron todas contra los árabes) en el siglo XIII. El jefe de los vencedores, Simón de Monfort, dio pruebas de una inaudita crueldad, superando incluso a las ya sangrientas condiciones de las guerras religiosas. Habiendo capturado la capital cátara, Béziers, fue consultado sobre qué hacer, porque no podían estar seguros de que todos los pobladores fueran cátaros. Monfort respondió: “mátenlos a todos, Dios va a saber distinguir”. Esa antigua historia es ahora un recurso turístico más, pero algo queda del viejo regionalismo. Al igual que España, que se reveló como un Estado mucho menos uniforme de lo que se suele pensar en nuestro país (con la uniformización de todas las diferencias culturales y regionales bajo la figura del español y, popularmente, del “gallego”), Francia también posee menos unidad nacional de lo que parece desde fuera. Quedan incluso, separatistas en esta zona, la Occitania, aunque no pasan de ser un detalle pintoresco.

El viento fue insoportable al día siguiente. Mientras íbamos siguiendo la curva que hace la costa mediterránea, nos daba desde el noroeste y, además de hacer difícil el avance, nos tiraba hacia fuera de la carretera. En momentos tuvimos que ir caminando y, en otra oportunidad, en que pedalábamos uno al lado del otro, tratando de hacer posible el diálogo sin que las palabras se las llevara el viento, una ráfaga provocó que se engancharan las bicicletas y nos fuéramos, juntos, al piso. Pero después del mediodía se fue aplacando y pudimos llegar a la ciudad de Narbonne. A partir de ahí, la ruta –y la costa– fue torciendo hacia el este y el viento nos empezó a favorecer. Llegamos así a la antigua capital cátara, Béziers, con antiguas murallas y un castillo que domina la ciudad, el mismo que tomó con saña Simón de Monfort. Después de las acostumbradas vueltas tratando de encontrar un lugar donde quedarnos, terminamos en un hotel frente a la terminal.

El paisaje y las condiciones de viaje cambiaron mucho al salir de Béziers. Allí encontramos el tramo final del Canal du Midi (canal del Mediodía, que es como le llaman los franceses a esta zona del sur del país), obra de ingeniería de 250 kilómetros de largo cuya construcción se realizó durante el reinado de Luis XIV para unir la costa atlántica francesa con la mediterránea y facilitar el trasporte de mercancías sin tener que dar la vuelta por el estrecho de Gibraltar, donde los barcos franceses eran sistemáticamente hostilizados y asaltados por los españoles. Por unos 30 km fuimos siguiendo la costa arbolada y rectilínea de este viejo canal, aún en uso, hasta llegar a Agde, donde llega a la costa y empalma con otro canal construido posteriormente.

A partir de allí empezamos a recorrer una atractiva zona ribereña, pasando por varios pueblos que en verano se llenan de turistas, con puertos repletos de veleros, playas y hoteles ahora vacíos. Frecuentemente encontramos ciclovías que nos permitieron un pasaje tranquilo de pueblo en pueblo. Pasamos una noche en Palavas-les-Flots y, al otro día, seguimos más ciclovías playeras hasta llegar a otra ciudad medieval, Aigues-Mortes, antigua ciudad amurallada que el rey Luis IX (también conocido como San Luis), debió comprar a los catalanes para usar de base para las dos últimas cruzadas (compra que evidencia que la fe y los negocios caminaban parejos en el piadoso medioevo), notorios fracasos en los que el santo rey perdió la vida. Dicho sea de paso, por enfermedad y no por gloriosos combates contra los infieles.

En Aigues-Morts abandonamos momentáneamente la costa y entramos en la Camargue, una región poco poblada que tiene fama de ser una zona de naturaleza salvaje y de gente nómade. Hay una suerte de equivalentes de nuestros gauchos y pocos pueblos. En verano deben abundar los mosquitos porque hay souvenirs alusivos a ellos. Pero, para los estándares latinoamericanos de región salvaje y desierta, no pasa de un country un poco descuidado. La Camargue es, en rigor, la desembocadura de uno de los grandes ríos europeos, el Ródano (o Rhone, en francés). La ruta se desvía para rodearla unos 30 km. Vimos algunas chacras con caballos blancos y otros animales. Luego, nos aproximamos al gran río y, finalmente, llegamos la bellísima ciudad de Arlès, que inspirara algunos cuadros de Van Gogh. Entramos así a la Provence, o Provenza, desde donde nos dirigiríamos hacia Marsella, nuestro destino final en territorio francés.

Fotos del tramo desde los Pirineos a la Camargue: click aquí.

··> ESPAÑA I: relato y fotos de la primera parte del viaje por Europa Mediterránea.

Europa mediterránea


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